En estas líneas no se pretende defender el diseño sólo como una profesión, aduciendo un tópico de signo contrario, sino ante todo de considerar las consecuencias y contradicciones de entenderlo desde unas determinadas formas de aprofesionalidad.
Dos maneras de aprofesionalismo
Una de las maneras de entender el diseño como “una forma de vida”, en lugar de como una profesión (aunque hay que reconocer que se trata de una interpretación algo cínica o perversa de la frase tópica citada), es lo que podría llamarse el “diseñeo”: una forma de ganarse la vida en la que el diseño puede compartir cartel con las más variadas actividades y prácticas necesarias para obtener la supervivencia, vegetativa o espiritual. Es posible que una de las causas haya podido ser la inflación de diseño, derivada de presiones procedentes de ciertas políticas (o “a-políticas”) de empleo (o desempleo: como muchas veces el autoempleo), de modas (“¿Diseñas o trabajas?”), de un efecto llamada basado en la espectacularización coyuntural (acontecimientos feriales y mediáticos de los 90), de una deficiente estructura del sector, etc.
La lógica insuficiencia de ingresos del diseñador por la abultada competencia dentro de la oferta ha podido producir cierto efecto de marginalización de esta práctica, hasta convertirla en un modo más de ganarse la vida, con una fácil y comprensible deriva y apertura de fronteras hacia el autodidactismo y la confianza en la genialidad, es decir, lo contrario de la
profesionalidad. Esta desvalorización del diseño puede llevarse con resignación, o bien buscar coartadas y legitimaciones intelectuales tales como el desdibujamiento de fronteras disciplinares, el mestizaje, la democratización de las “artes”, etc.
La posición anterior encaja preferentemente en una práctica del diseño que podría denominarse dispersa, minifundista o individual. Por supuesto que existe también una estrategia profesional con un mercado también propio, como es el de los grandes estudios y el de los grandes clientes (al menos teóricamente, puesto que la realidad muestra su muy reducida existencia en cuanto tales, ya que por lo general se trata más bien de pequeñas y medianas empresas). Pero ese minifundismo es el que copa la mayor parte de lo que sería el diseño real y cotidiano, aquél con el que se tropieza habitualmente. De modo que esta supuesta aprofesionalización es de carácter predominantemente cuantitativo, y tiene al menos en la cantidad su cierta importancia.
Otra de las marginalizaciones, entendiendo este término en el sentido de distanciamiento de las prácticas sociales que son tenidas como comunes, es el considerar el estatuto del diseñador como una reserva de sentido para la humanidad. Es el caso del tópico, en el que se niega también la profesionalidad, pero esta vez por arriba, por sublimación: el diseño vendría a ser poco menos que un sacerdocio, una especie de “misión de destino en lo universal”. Según este planteamiento se es diseñador las veinticuatro horas del día, y no sólo en las horas “de oficina”. Se trata de una aprofesionalidad de carácter cualitativo, y, al ser de componente individual, puede extenderse indiferenciadamente tanto en pequeñas como en grandes unidades de producción.